Hoy me he enterado del fallecimiento a los ochenta y siete años de Rafa Juncadella, creador, a finales del siglo pasado, de la Xarxa d’Intercanvi de Coneixements en el Centre Cívic Ton i Guida del barrio de Roquetes, en Nou Barris, en Barcelona, tras media vida de servicio a los demás.
Yo conocí a Rafa Juncadella en su otra media vida, allá por 1975, en sus últimos años como sacerdote salesiano, porque fue mi profesor de religión, tutor de clase y una de las personas a las que debo el rasgo intelectual del que estoy más satisfecho: el escepticismo.
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En el verano de 1974, a mis quince años, camuflado en un expositor vertical de la colección Libro de Bolsillo de Alianza de la Papereria Roger de mi pueblo, vi un libro que me llamó la atención; se llamaba El Anticristo y su autor era un desconocido Friedrich Nietzsche. Sea porque en mi casa, gracias a mi abuelo, un anticlerical militante, se respiraba cierto ambiente antirreligioso, o porque, por la razón que sea, ya se estaba gestando en mi interior la rebelión anticristiana -el hecho de ser durante siete años alumno de una escuela religiosa seguro que tenía algo que ver-, compré el libro y lo leí de un tirón -escribiendo numerosas anotaciones en los márgenes; aún conservo el ejemplar-, y me di cuenta de que ese tal Nietzsche ponía en palabras algunas de las ideas que me llevaban rondando por la cabeza desde hacía unos años. Por supuesto, hice acopio de todos los títulos del autor que pude conseguir -algunos me interesaron mucho, como Así habló Zaratustra; otros más bien poco, como El nacimiento de la tragedia; con los más, La gaya ciencia, por ejemplo, no entendí nada- y así pasé el verano más antirreligioso de mi vida.
Rafa Juncadella, es decir, el Padre Juncadella, ya estaba en la escuela antes de mi sexto de Bachillerato -plan antiguo, Bachillerato Elemental, Bachillerato Superior, reválidas, COU, etc.; los que superáis los cincuenta y muchos sabéis de qué os estoy hablando-, pero en ese curso le tocó ser tutor de mi clase, sexto A, y profesor de religión. Envalentonado por mi descubrimiento -¡ay, qué osada es la ignorancia!-, el primer día de clase me reuní con él en su despacho, un cuchitril impresentable en el que para cerrar la puerta había que mover las sillas, y le expuse que no estaba dispuesto a cursar la asignatura de religión. Me dijo que, a pesar de ser una asignatura obligatoria, estaba dispuesto a satisfacer mi petición siempre y cuando se la justificara; le expliqué mi camino veraniego a Damasco -oportunamente antisaulista- y, con más osadía que razonamiento, puse a parir a la Historia Sagrada, a la Biblia, a los profetas y a los apóstoles, descalifiqué a la Iglesia Católica -de la cual formaba parte el Colegio Salesiano San Antonio de Padua de Mataró, del que yo era alumno y él profesor- y reprobé la Doctrina Eclesiástica y a toda la jerarquía. Fue casi una hora de entrevista, en la que él solo intervino para pedirme alguna aclaración -no me hizo ningún reproche ni ninguna rectificación- y, con toda seguridad, el mejor discurso que he podido dar en mi vida. Lo curioso fue que, al término de la entrevista, se me quedó mirando en silencio unos instantes -que a mí me parecieron siglos-, silencio que rompió cuando me dijo que estaba de acuerdo, que no hacía falta que cursara religión, que más valía un escéptico convencido que un católico borreguil; tenía que acudir a las clases, por supuesto, y estar atento a lo que allí se decía, pero no me examinaría de sus contenidos sino de los de una lista de libros que debía leer y comentar por escrito, entre los que se incluían el propio Anticristo, las Confesiones de San Agustín, el Cándido de Voltaire, las Cartas de San Pablo, Por qué no soy cristiano de Bertrand Russell, fragmentos de Hume, Berkeley y Kierkegaard que él mismo me facilitó, ciclostilados, y, entre algún otro que no recuerdo, una antología de los Ensayos de Montaigne -también de su propiedad-, el libro que, desde entonces, ha forjado, página a página, mi posicionamiento intelectual y no solo con respecto a la religión. Este pacto, por supuesto, era secreto: ni mis compañeros ni mis profesores podían saber nada, un secreto que guardé hasta final de curso y que es la primera vez que revelo en público. Ah, por cierto, mi nota en la asignatura de “Religión” de ese curso fue un Notable; así consta en la certificación de mi Libro de Calificación Escolar, firmada, por cierto, por un tal R. Juncadella.
Aparte de esta cuestión personal, cuya resolución ha permanecido en mi recuerdo como uno de los instantes fundamentales de mi vida, a él se debió que los alumnos de 6º pudiéramos ir sin bata; que se habilitara un local, en el bar del centro, para poder fumar en el recreo del mediodía, y que la asistencia a la misa semanal fuera voluntaria -por supuesto, yo no pisé la iglesia en todo el curso-. Pero ya por entonces, su idea del compromiso social pasó muy por delante de su compromiso con la comunidad salesiana; fue fundador del grupo Verderol, el germen de la posterior Coral Primavera per la Pau que lideró Genís Mayolas; a él se debió la creación, en locales de la escuela, de un Centro Juvenil Salesiano formado por alumnos de la escuela y por muchachos del barrio de Cerdanyola, un extrarradio de Mataró en el que, paradójicamente, se ubica el colegio, un gheto degradado por la delincuencia y las drogas ya en aquel entonces; la apertura de los patios de la escuela, que incluían campos de fútbol, basquet, hockey y balonmano reglamentarios, además de jardines y espacios de ocio los fines de semana para que los chavales del barrio pudieran jugar; y la creación de un precedente del Banco de los Alimentos, que debíamos sufragar los alumnos -ese era un colegio privado, una escuela para élites económicas y sociales, en el que nos colamos algunos que no cumplíamos ninguno de esos requerimientos- a beneficio de las familias más desfavorecidas del barrio de Cerdanyola, todo ello en franca confrontación con la Dirección de la escuela y, me temo, con la jerarquía salesiana.
Poco después de terminar el Bachillerato, me enteré de que Rafa había colgado los hábitos, aunque en mi interior siempre he pensado que, para bien de mucha gente además de para el suyo propio, “se los colgaron”. Y no albergo ninguna duda de que Rafa, el Padre Juncadella, hizo mucho más por la comunidad desde su puesto en Nou Barris que diciendo misa domingo tras domingo.
Sit tibi terra levis
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